Arcaísmos del sur de Jalisco. El caso de la palabra “cuarraco”
Quienes nos dedicamos a los asuntos
de la lengua y la literatura solemos desarrollar una particular sensibilidad
ante las palabras que conforman el vocabulario. Hay cierta gratuidad en este
gusto. Quizá parte de un porque sí. Con el paso de los años nutrimos ese
deleite, ese placer, ese conocimiento y lo que inicialmente era una razón
sin razón, deviene conocimiento lingüístico, filológico, fonético y, por
supuesto, semántico.
Es difícil saber cómo empieza eso,
pero en mi caso fue por un sentido de identificación, de reafirmación del yo
colectivo. Eso me sucedió con una de las típicas palabras arcaizantes del habla
de nuestra región del sur de Jalisco y en general del estado de Colima. Me
refiero al coloquialismo cuarraco (a) y su apócope cuarro (a).
Yo, que nací en la ciudad de Colima,
desde chico conocía esta palabra, formaba parte del léxico familiar, no tenía
duda de su significado y la usaba como otras tantas. Era una palabra más. Acaso
tendría yo diecisiete años de edad cuando leí por primera vez Pedro Páramo
y en esa novela me la encontré. Como recordará el lector, hay en esta obra un
personaje fundamental (aparentemente secundario) que se llama Dorotea, pero
casi todos los comaltecos la conocen por su apodo La Cuarraca. La voz
extradiegética no necesitó explicar nada, porque desde ese primer momento,
comprendí por qué la apodaban así y entendí también que caminaba
claudicantemente, que eso significa esta palabra: rengo.
Digo que esto tiene para mí un
sentido de identidad porque, primero, descubrí que una palabra nuestra –común y corriente– había cobrado un valor de suma cuantía pues estaba sancionada
positivamente en una obra literaria muy valorada y querida; segundo, porque con
el paso de los años descubrí que era una palabra desconocida por muchos hablantes de la lengua. A partir de ese
momento sentí que, junto con mis paisanos, era propietario de una valiosísima
pepita de oro: la palabra cuarraco que, por otro lado, podría ser
considerada una voz deleznable por coloquial, una cosa de no nada.
Así se fueron multiplicando los conocimientos que ya digo pues con los estudios
universitarios aprendí a apreciar las palabras por su sonido mismo. Me gusta
cómo suena. Es hirsuta, rasposa, tropezante, como los sonidos K; éstos
son sorpresivas explosiones determinadas por la condición de ser fonemas
oclusivos. ¡Ni qué decir de las rasposas
erres al centro, que esparcen su estrépito a lo largo de toda la palabra!
Todo esto que digo pasa con su valor semántico porque tengo para mí que la
condición del que padece este mal de estar cuarraco, puede o debe ser
así; no lo sé, quizá fantaseo.
El caso es que siempre había amado esta palabra y
más de una vez había tratado de inferir su origen, su etimología. Me preguntaba
¿De dónde nos habrá llegado esta curiosidad, esta especie de fósil lingüístico?
Es tan extraña, que no puede uno atinar si es una palabra castellana o acaso un
préstamo de una lengua indígena o acaso un término del eusquera que se petrificó
entre tantas palabras castellanas y por extraños designios no desapareció en
esta zona occidental del español de México, pero sí se extinguió en el resto de
nuestra inmensa geografía lingüística.
Nunca hice esfuerzo alguno por buscar su etimología.
Quizá prefería que perduraran así de
incógnitos sus orígenes; eso, sin duda, reforzaba su halo de misterio, su
origen mítico, como lo es el origen mítico de los defenestrados dioses de la
antigüedad. Pero no hace mucho tiempo el azar trajo a mis manos un artículo periodístico del afamado filólogo colombiano Rufino José Cuervo que me entregó
generosamente ese misterioso árbol genealógico. Una vez leído y releído este
pequeño texto, lo único que hice fue confirmar y reafirmar cierta información
vertida en éste, a través de la consulta de varios diccionarios y alguna
gramática.
Pues bien, el ensayo se titula “Algunas antiguallas
del habla hispano-americana” y fue publicado por primera vez en 1909 en el Bulletin hispanique de Burdeos, Francia. Cuervo
encontró la palabra cucarro en el afamado lexicón de Covarrubias (obra
del siglo XVII). El humanista castellano la ejemplifica con un refrán: Fraile
cucarro, deja la misa, y vase al jarro. Inicialmente esta palabra tenía la
idea de larga capilla o exagerada capucha, después pasó a expresar, a alguien dado
al vicio de la bebida. Afirma (y el DRAE también lo explica así) que en Chile
quiere decir ebrio, achispado, mareado. Finalmente concluye el colombiano que
en Argentina tomó el sentido, por extensión, de tambaleante. Se refiere a los
trompos mal afinados que por esa causa hacen corcovos, vacilan o trastabillan.
Dice “De aquí han formado en Catamarca (República Argentina) el verbo cucarrear,
que se dice del trompo que se mueve de una parte a otra por desigual”.
Esto nos revela que en el sur de Jalisco y en Colima
se utilizaba la palabra cucarro con este último sentido o bien que, como
en Argentina, evolucionó de ebrio a tambaleante, que eso precisamente es lo que
significa cuarraco (ya sea referido a una persona renca o a un mueble
con patas mal asentadas).
Quizá algún lector se pregunte, bueno, aunque se
parezcan (cucarro-cuarraco), son palabras diferentes, tendría yo que
aclarar –y con esto voy concluyendo– que esta diferencia no encierra misterio
alguno, pues los filólogos sabemos que existe un fenómeno llamado metátesis que
consiste, por considerar el hablante que es más eufónico, cambiar el orden de
los fonemas, porque con ese cambio se sienten más cómodos. Pensemos, por
ejemplo, que a los españoles de hoy les incomoda la pronunciación de la palabra
náhuatl chapopote, y por lo tanto introducen una metátesis y pronuncian:
chapapote. Paro los mexicanos las sílabas cu-ca, nos suenan
extrañas y, por lo contrario, nos parece muy natural cua, pues la usamos
mucho en palabras de origen náhuatl, y por eso nos sentimos más cómodos
pronunciado cua-rra-co y no cu-ca-rro. Los típicos ejemplos de metátesis
son: pader por pared, murciégalo por murciélago o alimaña por animalia.
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