Arcaísmos del sur de Jalisco. El caso de la palabra “cuarraco”


 XXXVIII

Quienes nos dedicamos a los asuntos de la lengua y la literatura solemos desarrollar una particular sensibilidad ante las palabras que conforman el vocabulario. Hay cierta gratuidad en este gusto. Quizá parte de un porque sí. Con el paso de los años nutrimos ese deleite, ese placer, ese conocimiento y lo que inicialmente era una razón sin razón, deviene conocimiento lingüístico, filológico, fonético y, por supuesto, semántico.

Es difícil saber cómo empieza eso, pero en mi caso fue por un sentido de identificación, de reafirmación del yo colectivo. Eso me sucedió con una de las típicas palabras arcaizantes del habla de nuestra región del sur de Jalisco y en general del estado de Colima. Me refiero al coloquialismo cuarraco (a) y su apócope cuarro (a).

Yo, que nací en la ciudad de Colima, desde chico conocía esta palabra, formaba parte del léxico familiar, no tenía duda de su significado y la usaba como otras tantas. Era una palabra más. Acaso tendría yo diecisiete años de edad cuando leí por primera vez Pedro Páramo y en esa novela me la encontré. Como recordará el lector, hay en esta obra un personaje fundamental (aparentemente secundario) que se llama Dorotea, pero casi todos los comaltecos la conocen por su apodo La Cuarraca. La voz extradiegética no necesitó explicar nada, porque desde ese primer momento, comprendí por qué la apodaban así y entendí también que caminaba claudicantemente, que eso significa esta palabra: rengo.

Digo que esto tiene para mí un sentido de identidad porque, primero, descubrí que una palabra nuestra común y corriente– había cobrado un valor de suma cuantía pues estaba sancionada positivamente en una obra literaria muy valorada y querida; segundo, porque con el paso de los años descubrí que era una palabra desconocida por muchos hablantes de la lengua. A partir de ese momento sentí que, junto con mis paisanos, era propietario de una valiosísima pepita de oro: la palabra cuarraco que, por otro lado, podría ser considerada una voz deleznable por coloquial, una cosa de no nada.

Así se fueron multiplicando los conocimientos que ya digo pues con los estudios universitarios aprendí a apreciar las palabras por su sonido mismo. Me gusta cómo suena. Es hirsuta, rasposa, tropezante, como los sonidos K; éstos son sorpresivas explosiones determinadas por la condición de ser fonemas oclusivos.  ¡Ni qué decir de las rasposas erres al centro, que esparcen su estrépito a lo largo de toda la palabra! Todo esto que digo pasa con su valor semántico porque tengo para mí que la condición del que padece este mal de estar cuarraco, puede o debe ser así; no lo sé, quizá fantaseo.

El caso es que siempre había amado esta palabra y más de una vez había tratado de inferir su origen, su etimología. Me preguntaba ¿De dónde nos habrá llegado esta curiosidad, esta especie de fósil lingüístico? Es tan extraña, que no puede uno atinar si es una palabra castellana o acaso un préstamo de una lengua indígena o acaso un término del eusquera que se petrificó entre tantas palabras castellanas y por extraños designios no desapareció en esta zona occidental del español de México, pero sí se extinguió en el resto de nuestra inmensa geografía lingüística.

Nunca hice esfuerzo alguno por buscar su etimología. Quizá prefería que perduraran así de incógnitos sus orígenes; eso, sin duda, reforzaba su halo de misterio, su origen mítico, como lo es el origen mítico de los defenestrados dioses de la antigüedad. Pero no hace mucho tiempo el azar trajo a mis manos un artículo periodístico del afamado filólogo colombiano Rufino José Cuervo que me entregó generosamente ese misterioso árbol genealógico. Una vez leído y releído este pequeño texto, lo único que hice fue confirmar y reafirmar cierta información vertida en éste, a través de la consulta de varios diccionarios y alguna gramática.

Pues bien, el ensayo se titula “Algunas antiguallas del habla hispano-americana” y fue publicado por primera vez en 1909 en el Bulletin hispanique de Burdeos, Francia. Cuervo encontró la palabra cucarro en el afamado lexicón de Covarrubias (obra del siglo XVII). El humanista castellano la ejemplifica con un refrán: Fraile cucarro, deja la misa, y vase al jarro. Inicialmente esta palabra tenía la idea de larga capilla o exagerada capucha, después pasó a expresar, a alguien dado al vicio de la bebida. Afirma (y el DRAE también lo explica así) que en Chile quiere decir ebrio, achispado, mareado. Finalmente concluye el colombiano que en Argentina tomó el sentido, por extensión, de tambaleante. Se refiere a los trompos mal afinados que por esa causa hacen corcovos, vacilan o trastabillan. Dice “De aquí han formado en Catamarca (República Argentina) el verbo cucarrear, que se dice del trompo que se mueve de una parte a otra por desigual”.

Esto nos revela que en el sur de Jalisco y en Colima se utilizaba la palabra cucarro con este último sentido o bien que, como en Argentina, evolucionó de ebrio a tambaleante, que eso precisamente es lo que significa cuarraco (ya sea referido a una persona renca o a un mueble con patas mal asentadas).

Quizá algún lector se pregunte, bueno, aunque se parezcan (cucarro-cuarraco), son palabras diferentes, tendría yo que aclarar –y con esto voy concluyendo– que esta diferencia no encierra misterio alguno, pues los filólogos sabemos que existe un fenómeno llamado metátesis que consiste, por considerar el hablante que es más eufónico, cambiar el orden de los fonemas, porque con ese cambio se sienten más cómodos. Pensemos, por ejemplo, que a los españoles de hoy les incomoda la pronunciación de la palabra náhuatl chapopote, y por lo tanto introducen una metátesis y pronuncian: chapapote. Paro los mexicanos las sílabas cu-ca, nos suenan extrañas y, por lo contrario, nos parece muy natural cua, pues la usamos mucho en palabras de origen náhuatl, y por eso nos sentimos más cómodos pronunciado cua-rra-co y no cu-ca-rro. Los típicos ejemplos de metátesis son: pader por pared, murciégalo por murciélago o alimaña por animalia.  

 

 





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