Duda razonable, la confusa
Hace ya algún tiempo, acaso meses,
pero seguro estoy de que no ha pasado más de un año, escucho con frecuencia la
expresión duda razonable. Quizá se debe a que vi un documental que tiene
por título dicha expresión o a que veo con frecuencia seriales y películas
norteamericanas en los que siempre aparecen policías y ladrones, todos con las
mismas mañas y las mismas expresiones, incluida la de marras.
La primera vez que reflexioné sobre
esta frase me pareció más o menos entender la intención de su uso; no obstante,
con la multiplicación de contextos en que la utilizaban los personajes televisivos
y los abogados de Tabasco (estado donde sucedió esa atroz injusticia que se
narra en el documental antes referido) la confusión empezó a enseñorearse de mi
pensamiento, y como creo que lo mismo le puede suceder a nuestros lectores,
pues me he dado a la tarea de expresar algunas opiniones sobre el sentido de
dicha frase así como el uso que se le da.
Como toda fórmula lingüística, esta
expresión dice lo que dice y también omite partes del sentido con que se le usa
y el que la utiliza supone que el escucha o el lector tendrá el contexto
faltante o bien, lo podrá inferir y reponer lo que haga falta. Pensemos en
algunas metáforas lexicalizadas: “ocultarse el sol”, “encapotarse el cielo”,
etc. Como bien sabemos, ni el sol ni nuestro planeta se ocultan; nada tienen
que esconder, pero bueno, funciona la metáfora y entonces entendemos lo que no
se dijo y por contexto sabemos que el que la usa quiso decir algo así como
“empieza a anochecer” o bien “está nublado y quizá llueva”. Nada en común hay
entre la frase inicial y las dos posibles equivalencias y, no obstante,
entendemos lo que tenemos que entender y no hay confusión posible. Y bueno, si
la hay, una broma o una pregunta no tan retórica podría resolver la confusión.
Recuerdo, por ejemplo, que un amigo
acostumbraba a decir de una vecina que “no era graciada”. La primera vez que se
lo escuché, bueno y pase, pero con el tiempo la había usado repetidamente y
entonces me dije, no soy yo el que escuchó mal, sino que algo más hay por ahí y
le pregunté: “¿dijiste graciada?”. Él respondió, “sí, sí; no lo es”. Insistí:
“¿Quieres decir que es desgraciada? ¿Alguna majadería te habrá hecho?”. “No,
no; digo que es fea”.
Claro, descubrí que le faltaba la
preposición “a”. Y pues es verdad que una mujer cuando no se la considera guapa
se suele decir con cierto comedimiento que “no es agraciada” o que “es poco
agraciada”. ¡Vaya abuso! No sólo le reprochamos algo que no debería ser, pues dicha
no tuvo nada que ver en ello (es decir, ni la motejada eligió sus genes ni ella
construyó nuestros prejuicios en torno al canon de belleza); en fin, nos
comportamos majaderamente (aunque intentemos ser cuidadosos) como si las
gracias personales sólo fueran las cuestiones físicas y no residieran éstas en
las virtudes morales, sociales, cívicas, etc.
Pues yo creo que con duda razonable
sucede otro tanto. Y más grave aún, porque forma parte de un lenguaje
especializado (el de los abogados). Si expresiones coloquiales como la antes
explicada pueden ser motivo de confusión, ahora, imagínese el lector, cuando
forman parte de una literatura profesional. Pienso que el lector o escucha no
está obligado a entender o inferir lo que se quiere decir, eso implicaría, que,
el que la usa, deseara que se les adivine el pensamiento, actitud que, por
cierto, suele ser frecuente en muchas personas: desean que les adivinen el
pensamiento. De seguro conoce el amable lector a más de una así; y ya sabemos
que hasta soberbias son porque suelen replicar, cuando tratamos de explicarles
que no se les entiende, con muletillas como “¡Pero me entiendes!” o “¡Yo me
entiendo!” “¡Pero si es tan claro!”.
No sé, pienso que es como si un
médico quisiera que su paciente entendiera, cuando le dice que deje esas malas
prácticas al caminar porque si no terminará claudicando, que lo que
quiso decir era “si no corrige su manera de caminar terminará cojeando”. En
efecto, esta expresión es una metáfora lexicalizada como las ya mencionadas. Y
nosotros nos deberíamos preguntar ¿Qué obligación tiene el paciente de saber
que el emperador Claudio del imperio romano era cojo? Pues ninguna.
Y eso pasa con los abogados y
políticos que han descubierto esta frase, que les encanta porque se sienten
importantes y la usan para exhibir un lenguaje dizque florido y culto, sin
saber si en verdad la han usado con corrección. Veamos unos casos.
El primer problema es que la
expresión necesita una aclaración fundamental que de entrada ya es un problema,
y muy especioso; no sólo tiene que ver con los principios éticos, sino también
con la moral más o menos acomodaticia que tengamos cada uno. Por otro lado,
tendría uno que preguntarse ¿Qué duda puede ser, efectivamente, razonable? Yo
pienso que ninguna, porque si a través de la duda ya hemos llegado a una
certeza, entonces ahí ya no hay duda, sino certeza. Y como diría Pero Grullo,
si es certeza, entonces no es duda, y si hay duda, no puede haber certeza
(aunque esa duda sea razonable). Quiero decir que en sentido lato, para mí, es
imposible que existan las dudas razonables.
Pero bueno, como dicen los mismos
abogados “suponiendo sin conceder”, si ya aceptamos la afirmación y entendemos
por ella que, si después de reflexionar sobre la culpabilidad o inocencia de un
reo, llegamos a la conclusión de que en efecto es inocente –o en efecto es culpable–, pues sostenemos una afirmación (la
que sea de las dos: inocencia o culpabilidad), podemos aceptar esa hipótesis y
aunque nos quede algún resquicio de duda o una sombra de mala conciencia,
podemos decir que en efecto es inocente y por lo tanto lo perdonamos o, bien,
es culpable y por lo tanto lo condenamos.
Si decimos que (después de
sobreponernos a la duda) es inocente, pues entonces se lo libera; pero después
que se fue el reo a su casa, por la noche, podremos estar con el reconcomio
(porque se entiende que tenemos la duda, aunque razonable, pero ahí está). ¿Y
la familia de la víctima?, decimos para nosotros, ¿Y el daño que a lo mejor
hizo, y la no reparación, y la mancha que nunca se borrará si me equivoqué al
eliminar mi suspicacia?
Y por lo contrario, es más grave la
situación si la duda razonable es respecto de la culpabilidad. Podríamos
decir, “bueno, tengo algunas dudas con las pruebas que me presentan, pero en
principio, es culpable: que se le ejecute”. ¿Y por la noche, cuando nos vamos a
dormir, si somos personas bien nacidas, los reproches y los vaivenes serán más
duros porque quizá mandamos ejecutar a un inocente.
Quiero decir que, no es lo mismo
tener una duda razonable (que ya dije que eso es un contrasentido y no pueden existir las dudas
razonables) respecto de un reo motejado de
inocente que tachado de culpable. Otra más, no es lo mismo la duda
razonable respecto de un detenido que de un indiciado al que se le
persigue. Porque si la duda razonable se presenta respecto de una
persona a la que se le está persiguiendo y pensamos que a lo mejor es inocente,
¿con qué elementos de integridad moral el policía le estará destruyendo la
existencia a un inocente que persigue? Porque el perseguidor podría inferir que
el perseguido, según quiere Javier Marías, no bebe ni come ni para; o a
veces sí, se queda quieto más por el pánico que por tener la seguridad de estar
guarecido y a salvo, y más que quietud es parálisis, como la de un insecto que
no vuela o la de un soldado en su trinchera. Pero aun así no duerme más que
cuando el cansancio priva de realidad y amenaza a lo que ya está ocurriendo,
cuando la existencia pasada de tantos años se impone –tanto tardan en marcharse
las costumbres, la existencia sin plazos– y decide por un instante que el
presente es lo falso, la ensoñación o una pesadilla, y lo rechaza porque es
anómalo. Duerme entonces y come y bebe, y folla si tiene suerte o si paga,
charla un rato olvidado de que los pasos envenenados nunca se paran y siempre
avanzan mientras los propios siempre inocentes están detenidos o no obedecen, o
hasta están descalzos. Y eso es lo peor y el mayor peligro, porque uno no debe
olvidar que si huye no puede descalzarse nunca, ni mirar la televisión, ni a
los ojos de quien se le aparece de frente y podría retenerlo acaso, mis ojos
sólo miran hacia atrás y los de mis perseguidores hacia delante, hacia mi negra
espalda, y por eso llevan las de alcanzarme siempre.
Y es que, en efecto, y para ir
concluyendo, los personajes de las series televisivas y los documentales usan
la expresión con tal libertad y abuso, que la escuchamos formulada por jueces,
pero también por policías y por abogados. Y no menos los reos, y los libres con
cara de culpables y los encerrados con cara de inocentes.
Bien entenderá el lector que cuando
apago el televisor para ir a dormirme, en realidad no duermo porque he quedado
tan confuso, que no sé lo que quieran decir con tales intríngulis y como don
Quijote, pierdo el juicio, y me desvelo por entenderlas y desentrañarles el
sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si
resucitara para sólo ello.
Envío. Y como ya he dicho en otras
ocasiones, no creo que haya remedio para este mal, que la única solución
sensata es no usarla o, bien, deshacer los sobreentendidos y explicarse, pero
eso es pedirle peras al olmo porque ¿qué
petimetre puede renunciar a usar una construcción que le parece luminosa y que
acaba de descubrir?
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