Duda razonable, la confusa


 XLIV

Hace ya algún tiempo, acaso meses, pero seguro estoy de que no ha pasado más de un año, escucho con frecuencia la expresión duda razonable. Quizá se debe a que vi un documental que tiene por título dicha expresión o a que veo con frecuencia seriales y películas norteamericanas en los que siempre aparecen policías y ladrones, todos con las mismas mañas y las mismas expresiones, incluida la de marras.

La primera vez que reflexioné sobre esta frase me pareció más o menos entender la intención de su uso; no obstante, con la multiplicación de contextos en que la utilizaban los personajes televisivos y los abogados de Tabasco (estado donde sucedió esa atroz injusticia que se narra en el documental antes referido) la confusión empezó a enseñorearse de mi pensamiento, y como creo que lo mismo le puede suceder a nuestros lectores, pues me he dado a la tarea de expresar algunas opiniones sobre el sentido de dicha frase así como el uso que se le da.

Como toda fórmula lingüística, esta expresión dice lo que dice y también omite partes del sentido con que se le usa y el que la utiliza supone que el escucha o el lector tendrá el contexto faltante o bien, lo podrá inferir y reponer lo que haga falta. Pensemos en algunas metáforas lexicalizadas: “ocultarse el sol”, “encapotarse el cielo”, etc. Como bien sabemos, ni el sol ni nuestro planeta se ocultan; nada tienen que esconder, pero bueno, funciona la metáfora y entonces entendemos lo que no se dijo y por contexto sabemos que el que la usa quiso decir algo así como “empieza a anochecer” o bien “está nublado y quizá llueva”. Nada en común hay entre la frase inicial y las dos posibles equivalencias y, no obstante, entendemos lo que tenemos que entender y no hay confusión posible. Y bueno, si la hay, una broma o una pregunta no tan retórica podría resolver la confusión.

Recuerdo, por ejemplo, que un amigo acostumbraba a decir de una vecina que “no era graciada”. La primera vez que se lo escuché, bueno y pase, pero con el tiempo la había usado repetidamente y entonces me dije, no soy yo el que escuchó mal, sino que algo más hay por ahí y le pregunté: “¿dijiste graciada?”. Él respondió, “sí, sí; no lo es”. Insistí: “¿Quieres decir que es desgraciada? ¿Alguna majadería te habrá hecho?”. “No, no; digo que es fea”.

Claro, descubrí que le faltaba la preposición “a”. Y pues es verdad que una mujer cuando no se la considera guapa se suele decir con cierto comedimiento que “no es agraciada” o que “es poco agraciada”. ¡Vaya abuso! No sólo le reprochamos algo que no debería ser, pues dicha no tuvo nada que ver en ello (es decir, ni la motejada eligió sus genes ni ella construyó nuestros prejuicios en torno al canon de belleza); en fin, nos comportamos majaderamente (aunque intentemos ser cuidadosos) como si las gracias personales sólo fueran las cuestiones físicas y no residieran éstas en las virtudes morales, sociales, cívicas, etc.

Pues yo creo que con duda razonable sucede otro tanto. Y más grave aún, porque forma parte de un lenguaje especializado (el de los abogados). Si expresiones coloquiales como la antes explicada pueden ser motivo de confusión, ahora, imagínese el lector, cuando forman parte de una literatura profesional. Pienso que el lector o escucha no está obligado a entender o inferir lo que se quiere decir, eso implicaría, que, el que la usa, deseara que se les adivine el pensamiento, actitud que, por cierto, suele ser frecuente en muchas personas: desean que les adivinen el pensamiento. De seguro conoce el amable lector a más de una así; y ya sabemos que hasta soberbias son porque suelen replicar, cuando tratamos de explicarles que no se les entiende, con muletillas como “¡Pero me entiendes!” o “¡Yo me entiendo!” “¡Pero si es tan claro!”.

No sé, pienso que es como si un médico quisiera que su paciente entendiera, cuando le dice que deje esas malas prácticas al caminar porque si no terminará claudicando, que lo que quiso decir era “si no corrige su manera de caminar terminará cojeando”. En efecto, esta expresión es una metáfora lexicalizada como las ya mencionadas. Y nosotros nos deberíamos preguntar ¿Qué obligación tiene el paciente de saber que el emperador Claudio del imperio romano era cojo? Pues ninguna.

Y eso pasa con los abogados y políticos que han descubierto esta frase, que les encanta porque se sienten importantes y la usan para exhibir un lenguaje dizque florido y culto, sin saber si en verdad la han usado con corrección. Veamos unos casos.

El primer problema es que la expresión necesita una aclaración fundamental que de entrada ya es un problema, y muy especioso; no sólo tiene que ver con los principios éticos, sino también con la moral más o menos acomodaticia que tengamos cada uno. Por otro lado, tendría uno que preguntarse ¿Qué duda puede ser, efectivamente, razonable? Yo pienso que ninguna, porque si a través de la duda ya hemos llegado a una certeza, entonces ahí ya no hay duda, sino certeza. Y como diría Pero Grullo, si es certeza, entonces no es duda, y si hay duda, no puede haber certeza (aunque esa duda sea razonable). Quiero decir que en sentido lato, para mí, es imposible que existan las dudas razonables.

Pero bueno, como dicen los mismos abogados “suponiendo sin conceder”, si ya aceptamos la afirmación y entendemos por ella que, si después de reflexionar sobre la culpabilidad o inocencia de un reo, llegamos a la conclusión de que en efecto es inocente o en efecto es culpable, pues sostenemos una afirmación (la que sea de las dos: inocencia o culpabilidad), podemos aceptar esa hipótesis y aunque nos quede algún resquicio de duda o una sombra de mala conciencia, podemos decir que en efecto es inocente y por lo tanto lo perdonamos o, bien, es culpable y por lo tanto lo condenamos.

Si decimos que (después de sobreponernos a la duda) es inocente, pues entonces se lo libera; pero después que se fue el reo a su casa, por la noche, podremos estar con el reconcomio (porque se entiende que tenemos la duda, aunque razonable, pero ahí está). ¿Y la familia de la víctima?, decimos para nosotros, ¿Y el daño que a lo mejor hizo, y la no reparación, y la mancha que nunca se borrará si me equivoqué al eliminar mi suspicacia?

Y por lo contrario, es más grave la situación si la duda razonable es respecto de la culpabilidad. Podríamos decir, “bueno, tengo algunas dudas con las pruebas que me presentan, pero en principio, es culpable: que se le ejecute”. ¿Y por la noche, cuando nos vamos a dormir, si somos personas bien nacidas, los reproches y los vaivenes serán más duros porque quizá mandamos ejecutar a un inocente.

Quiero decir que, no es lo mismo tener una duda razonable (que ya dije que eso es  un contrasentido y no pueden existir las dudas razonables) respecto de un reo motejado de  inocente que tachado de culpable. Otra más, no es lo mismo la duda razonable respecto de un detenido que de un indiciado al que se le persigue. Porque si la duda razonable se presenta respecto de una persona a la que se le está persiguiendo y pensamos que a lo mejor es inocente, ¿con qué elementos de integridad moral el policía le estará destruyendo la existencia a un inocente que persigue? Porque el perseguidor podría inferir que el perseguido, según quiere Javier Marías, no bebe ni come ni para; o a veces sí, se queda quieto más por el pánico que por tener la seguridad de estar guarecido y a salvo, y más que quietud es parálisis, como la de un insecto que no vuela o la de un soldado en su trinchera. Pero aun así no duerme más que cuando el cansancio priva de realidad y amenaza a lo que ya está ocurriendo, cuando la existencia pasada de tantos años se impone –tanto tardan en marcharse las costumbres, la existencia sin plazos– y decide por un instante que el presente es lo falso, la ensoñación o una pesadilla, y lo rechaza porque es anómalo. Duerme entonces y come y bebe, y folla si tiene suerte o si paga, charla un rato olvidado de que los pasos envenenados nunca se paran y siempre avanzan mientras los propios siempre inocentes están detenidos o no obedecen, o hasta están descalzos. Y eso es lo peor y el mayor peligro, porque uno no debe olvidar que si huye no puede descalzarse nunca, ni mirar la televisión, ni a los ojos de quien se le aparece de frente y podría retenerlo acaso, mis ojos sólo miran hacia atrás y los de mis perseguidores hacia delante, hacia mi negra espalda, y por eso llevan las de alcanzarme siempre.

Y es que, en efecto, y para ir concluyendo, los personajes de las series televisivas y los documentales usan la expresión con tal libertad y abuso, que la escuchamos formulada por jueces, pero también por policías y por abogados. Y no menos los reos, y los libres con cara de culpables y los encerrados con cara de inocentes.

Bien entenderá el lector que cuando apago el televisor para ir a dormirme, en realidad no duermo porque he quedado tan confuso, que no sé lo que quieran decir con tales intríngulis y como don Quijote, pierdo el juicio, y me desvelo por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para sólo ello.

Envío. Y como ya he dicho en otras ocasiones, no creo que haya remedio para este mal, que la única solución sensata es no usarla o, bien, deshacer los sobreentendidos y explicarse, pero eso es  pedirle peras al olmo porque ¿qué petimetre puede renunciar a usar una construcción que le parece luminosa y que acaba de descubrir?









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