La Corte Celestial y los nombres y apellidos en español
XXVIII
Los nombres de las personas (y también los apellidos, que son casi un derivado de los primeros) en lengua española tienen un origen en la tradición católica hispánica, como es lógico de advertir con un breve repaso que se haga de una lista no muy nutrida de estas palabras. Sucede que con el advenimiento del Cristianismo y el fin de la Religión Olímpica, muchas cosas cambiaron en la vida de las sociedades europeas, africanas y asiáticas que vivían bajo el dominio del imperio romano. La transformación fue muy profunda, radical sin duda. Y uno de esos vastos cambios se dio en dejar la costumbre de llamar a los niños recién nacidos con base en la cosmogonía latina (principalmente, nombres de Dioses, héroes, entorno físico, naturaleza, etc.) para utilizar la onomástica cristiano-judía de los fundadores de la nueva religión o bien, la de los primeros mártires. Esta manera de marcar distancia con la religión que iba de salida también buscaba no olvidar a los primeros cristianos que sufrieron persecución en los siglos liminares de nuestra era.
Es decir, se honraba a los padres
fundadores de la moderna religión cristiana y se trataba de guardar memoria de
los primeros mártires cristianos (por lo que digo, no perdamos de vista que
muchos de estos primeros cristianos en realidad tenían nombres latinos, tal es
el caso de Marciano, que quiere decir “el súbdito del Dios Marte”). Así, poco a
poco la onomástica se transformó.
Por lo tanto, los habitantes de
España, Francia, Italia, Libia o Palestina dejaron de llamarse, por ejemplo, Quinto,
Publio, Claudio, Cayo, Metela, para empezar a llamarse Jesús, Pablo, Juan, Gregorio,
María, etc. Los latinos usaban tres, cuatro y más palabras para construir un
nombre (Cayo Julio César, Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico Británico)
mientras que los cristianos, por aquellos albores de la Edad Media, sólo usaban
una palabra (praenomen) y si se presentaba alguna duda de
a quién se aludía, se utilizaba una segunda palabra (nomen) que podría
ser un gentilicio (Saulo de Tarso) o una característica (Juan Crisóstomo –pico
de oro–).
En los albores del renacimiento se
trató de sistematizar aquel orden desordenado. En efecto, la tradición
cristiana –en oposición a la latina que gustó de ser más sistemática–, se fue por la libre en cuestión de
asignar nombres a los recién nacidos. Y más desórdenes hubo cuando el infante
dejaba de serlo y se convertía en un adulto; es decir que en la plenitud de la
vida muchas personas metían cambios, a veces radicales, a los nombres que
usaban. Esto se daba por diversas causas, un ejemplo que podemos dar es el caso
del individuo que ingresaba a una orden religiosa; digamos el caso de Gonzalo
Ximénez que al ingresar a la orden de los Frailes Menores empezó a llamarse
fray Francisco Ximénez de Cisneros. Cambió su nombre de pila (praenomen) para
honrar al fundador de los Frailes Menores, San Francisco de Asís, y para
recordarse a sí mismo cuál era su obligación como fraile pobre y mendicante. En
cuanto a lo de Cisneros (cognomen),
lo adoptó porque al parecer nació en esta pequeña villa de Castilla la Vieja.
Así pues, sólo conservó el nombre de su rama familiar (nomen). También sucedía que la persona
cambiaba por gusto o prestigio social su nombre. Muchos casos hubo que dos
hermanos de sangre llevaban apellidos muy diferentes. Y es que por ese entonces
no había un registro civil ni documento alguno que testificara cómo se llamaba
la persona. Fue, precisamente, el Cardenal Cisneros (especie de primer ministro
y regente de los reinos de Isabel la Católica) quien introdujo la obligación a
los párrocos de todas las villas y ciudades de Castilla para que llevaran un
registro escrito de nacimientos, fallecimientos y bodas.
Y como decíamos que estos cambios en
la onomástica surgieron en los inicios de la Edad Media (siglo cuarto de
Nuestra Era), con el paso de las centurias muchas personas hicieron hincapié en
que si se llamaban Juan, Pedro o Francisco era así porque querían recordar en
su nombre las hazañas de aquellos santos o mártires, y en algún momento las
personas ya no se llamaban, por ejemplo, Martín, sino San Martín. Debemos, al
respecto, observar dos cosas, el fenómeno es tardío y este uso no se incorporó
a los nombres de pila (praenomen), sino a
los apellidos (nomen). Expliquemos esto.
El que las personas se apellidaran San
Pedro, San Telmo, San Juan debió surgir en la Baja Edad
Media, es decir, en los últimos siglos medievales. Por otro lado, el uso de
“Sancto” “Santo” o “San” en lengua española, antepuesto en estos nombres no se
desarrolló en los praenomen, sino en los apellidos; es decir,
una persona seguía llamándose “Ana”, y nunca se le agregó el “Santa” a ese
nombre, pero sí se fue colando en los apellidos el prefijo “San” y así tenemos
muchos casos que pueden testimoniar lo que digo.
Los filólogos han demostrado que gran
cantidad de esos apellidos, que incluyen el tratamiento Santo-Santa, surgieron
en la lengua española (y así debió de ser en las demás lenguas europeas, quiero
creer) en los tiempos en que a muchos árabes y judíos se los obligó a
cristianizarse (fines de la Edad Media y principios del Renacimiento) y así
dejaban su nombre de pila (Selemoh, es decir, Salomón) para llamarse Pablo y su
apellido (Ha Leví) para apellidarse Santa María. En efecto, un famoso obispo
español, cuando niño, respondía al nombre de Selemoh-Ha Leví, y ya adulto
cambió su nombre, cuando fue bautizado católico, por el de Pablo de Santa
María. Y así fue como una larga nómina de apellidos incluyeron el prefijo de
santidad. Y el éxito fue tanto, que aún los “cristianos viejos” no pocas veces
dejaron sus apellidos “Pérez” “Martínez” y otros, por el de los santos de su
particular adoración.
Pues bien, como sabemos, la lengua
es un fenómeno vivo y por lo tanto cambiante, y muchos de estos “San Martín”, “San
Pedro”, etc., fueron evolucionando junto con nuestro idioma y de tal manera se
fusionaron el tratamiento y el nombre del personaje, que terminaron por ser una
sola palabra las que inicialmente eran dos. Muchos casos hay al respecto,
veamos uno o dos.
Santillán (y sus variantes
Santillana, Sanmillán) procede de Sanct Illán (o Sancto Illán) y con el paso de
los siglos se unieron y se fueron apocopando estas palabras hasta llegar a fundirse
de tal manera en como hoy la conocemos. Lo mismo sucedió con el apellido
Santarén, que procede de Santa Irene o Santiesteban que procede de Sancti
Esteban. Quizá el caso más curioso es el de Santiago, que procede de Sanct
Yacob, que produjo combinaciones como Sant Yago, Sant Iago, para quedar
finalmente en Santiago. Y no es de extrañar escuchar en algunos lugares que a
Santiago, las personas sientan la falta de reverencia a tan importante santo
patrono de los españoles, se le agreguen formas reverenciales en sustitución
del “Sancto”, que se fusionó y se confundió y que por ello le llaman con sumo
respeto, Señor Santiago. Y más de una vez he escuchado decir “Santo Santiago”,
lo cual revela que en los oídos de las personas que así lo pronuncian ya no
resuena el “santo” que está ahí agazapado.
Finalmente diremos, para concluir
estos breves comentarios lingüísticos, que también existe una moderna manera de
fusionar el nombre y el apellido y radica ello en simplemente pegar el prefijo
de tratamiento con el nombre del santo; aunque este gusto, he de decirlo, me
parece sólo haberlo percibido en el uso español peninsular, mientras que
nosotros, los hispanoamericanos, preferimos seguir separando las dos palabras. Por
ejemplo, en España existe el apellido Sanjurjo (de ingrata memoria) y acá en
América decimos San Jurjo. También se usa en España Sanromán, y en México es
más frecuente San Román. Aunque hemos de decir que las dos fórmulas se usan de
uno y otro lado del océano porque tanto en la península ibérica como acá en
América existen las personas que se apellidan Santa Cruz así como las
apellidadas Santacruz o Santa Ana y Santana, etc.
Final, final. El exceso de este uso
de “santificar” todo ha producido curiosos nombres en los que en realidad no
hay por allí ningún “santo”, pero la gente se lo quiere atribuir. Pensemos en
Sanlúcar, que no pocas veces he visto escrito en documentos antiguos como San
Lúcar; pues bien, no existe tal santo, ni es una deformación de Lucas,
simplemente es la evolución de una palabra árabe, Shaluqa, que ya pronunciada
por el hispanoparlante vino a recalar en Sanlúcar. Y lo mismo sucede con Santa
Ponsa, pequeña población balear que así se escribe oficialmente, es decir, son
dos palabras y ya no se la remarca ni ligeramente la carencia del santo,
uniendo las dos partes como en Sanlúcar; pues bien, como ya se sospecha, nunca
existió una santa o mártir llamada Ponsa, sino que es otro arabismo, “Sanat busa” que significa “lugar de juncos”.
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