¿Debemos castellanizar la pronunciación de los préstamos del inglés?


 

 XXXVII

 

Hoy hablaremos de una ambivalencia que tenemos los hispanoparlantes respecto de la pronunciación de los préstamos que recibimos del inglés. Como es sabido por todos nosotros, la preponderancia de la economía de Estados Unidos y su concomitante hegemonía imperial hace que muchas palabras de la lengua inglesa entren como Juan por su casa en el uso del español. Por cierto, fenómeno no exclusivo de nuestro idioma, sino universalizado, pues no hay lengua moderna que no tome prestadas palabras del idioma británico. Bueno y pase.

No obstante, hay muchos “queveres” respecto de estas palabras que entran sin ton ni son a nuestro léxico. El asunto más detestable es la incorporación inútil de estos vocablos; puro y duro neocolonialismo. ¿A cuantas personas adineradas no les he escuchado la expresión “Me iré de güikén a Cuerna?”. O los nombres de muchos negocios de mexicanos que “no conocen la o por lo redondo” del inglés, pero deciden llamar a sus establecimientos con palabras de esta lengua porque piensan que así son más importantes; sea por caso la fraudulenta empresa High Tech Services en la que nadie de sus trabajadores ni de sus clientes hablan inglés. O qué decir cuando abordamos un avión y las azafatas dan instrucciones en inglés aunque en la nave nadie conozca la lengua anglosajona (incluidas las sobrecargo).

Nuestro país quizá sea la nación hispanoparlante más bombardeada por estos gustos serviles. Las poblaciones fronterizas con Estados Unidos son, sin duda, las más neocolonizadas. Nada hay que hacer. Es un fenómeno inevitable por la cercanía, se da en otras zonas de fronteras lingüísticas como entre Brasil y Uruguay y es, además, un fenómeno de ida y vuelta. En fin, que mi deseo no es reflexionar hoy sobre palabras como puchar, marqueta, troca, aparcar, etc.

Quiero hoy opinar sobre el generalizado uso en nuestro país de la pronunciación a la inglesa de las iniciales de una empresa norteamericana de telefonía. Me refiero a ATyT que indefectiblemente todo el mundo (nunca he escuchado a una sola persona pronunciar con corrección esta palabra) las pronuncia como “eitiantí”.

Pero antes de describir el fenómeno y luego opinar, quiero en primer término hacer una observación: en décadas pasadas, cuando el tratado de libre comercio con E.U. y Canadá, la globalización y el neoliberalismo todavía no dominaban los usos y costumbres de los mexicanos, los préstamos del inglés (en términos generale) se hispanizaban. Piense el lector que cierto jabón de tocador siempre se llamó y se sigue llamando “Palmolive” y no “Palmoliv”; una pasta dental se llamaba y aun se llama “Colgate” y no “Colgueit”. Muy bien recuerdo que una de mis abuelas decía de broma que aquellos extrañísimos e inusuales rollos de papel de baño se llamaban (y lo decía repasando con el dedo las letras) “paper” porque eran para peerse.

Pues bien, esta empresa de telefonía y telegrafía ya había asentado sus reales en nuestro país desde antes de los años sesenta del pasado siglo y recuerdo que cuando la gente se refería a ella pronunciaba el nombre de las siglas de forma hispanizada, es decir, afirmaban que se llamaba “ateyté” y no “eitiantí”. Pues bien, la empresa desapareció de nuestro mercado, pero con la vuelta de los años, y ya en pleno neoliberalismo, se volvió a establecer en nuestra patria y, por lo visto, con suerte muy diferente, pues ha logrado bien enraizar en el gusto de los usuarios de los servicios telefónicos.

Tengo para mí, y no creo equivocarme, que una de las estrategias que utilizó esta empresa yanqui fue bombardear por los medios de comunicación al potencial público usuario con sus mensajes. Y claro (imposible que fuera de otra manera) los comerciales televisivos y radiofónicos, se realizaban en español pero al pronunciar la marca de la empresa lo hacían indefectiblemente a la inglesa.

Fue tan potente la estrategia propagandística, que los mexicanos compraron como normal esa pronunciación y ahora, inevitablemente, dicen esas siglas así, y por nada del mundo se cambiarían a la castiza pronunciación “ateyté”.

No hace mucho tiempo utilicé por varios años el servicio telefónico de la dicha empresa y, cuando me paraba frente a un mostrador de esas llamadas “tiendas de conveniencia” (¡No entiendo por qué se llaman así!, ¿será que todas las que tienen otro sistema de comercialización son inconvenientes?) y pedía “depositar” a la empresa telefónica “ateyté” tantos pesos, ¡uff, imposible realizar la comunicación! Dos gravísimos escollos lingüísticos impedían que me atendieran: primero, que ahí no se hacían “depósitos” porque no era banco y que la dicha empresa que yo invocaba, simplemente no existía.

De mala manera transigí con lo primero: y después de bajar la mirada y decir humildemente: “quiero comprar tiempo-aire”, entonces sí, con una sonrisa triunfante me mostraban la pantalla del monitor. Claro que no me aferré a aclarar que ni el más conspicuo filósofo metafísico podría explicar cómo era posible comercializar el tiempo (una Quimera inventada por los humanos) encajado en un cilindro de aire (si es que es posible hacer con ese delicuescente material un tubo). Simplemente señalaba, ya derrotado, con un dedo tembloroso, el dichoso cuadrito con las cuatro letras. En el paroxismo de su triunfo, el empleado de chaleco rojo me decía con una amabilísima sonrisa y una boca chiquita: ¡Ah, lo que usted quiere comprar es tiempo-aire de “eitiantí!”. Sí, sí, musitaba yo totalmente sonrojado y vencido.

¿Luché contra este abuso? ¿Yo, que soy especialista en el uso del lenguaje con un doctorado otorgado por la más prestigiosa universidad de mi país? ¿Yo, que tenía que enfrentarme con un estresado trabajador que odiaba sus clientes, su empleo, su patrón y su salario? ¡Por supuesto que sí! ¡Por supuesto que sí luché. Indefectiblemente salía triunfante en las lecciones del uso de la lengua, pero derrotado en el uso del teléfono, porque de venderme, no me vendían ni un céntimo de una empresa inexistente. “¡Válgame Dios, gente estrafalaria!”, alcanzaba a escuchar mientras salía a toda prisa en busca de otro establecimiento rojo y amarillo.

            ¿Tiene solución este neocolonialismo lingüístico? Lo dudo, no veo por ningún lado una luz al final del túnel.

 

 

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