Chancaca, panela, panocha, panoja I

 



LII

Es bien sabido que la lengua náhuatl dejó en la española muchos términos que un tanto modificados se universalizaron y, digamos, trascendieron las fronteras físicas de la zona central de nuestro país. En la actualidad se usan estos términos de manera generalizada en toda la geografía –vastísima– de nuestro idioma; desde La Patagonia en el sur de América hasta Chicago, en el norte. Desde la península ibérica en Europa, hasta Guinea Ecuatorial en el África. Tan universales se hicieron que del náhuatl saltaron al español y de éste a otras muchas lenguas. Recuerdo que hace muchos años vi a un magrebí vendiendo aguacates en los andenes del metro de París. Así les llamó en su francés colonial. Pensé en esa ocasión no en su situación marginal sino en la gran distancia física entre ese lugar, su tierra de origen y la nuestra mexicana: tres puntos remotísimos entre ellos mismos del globo terráqueo unidos por una palabra nuestra: mexicana.

Pero este léxico tan ampliamente distribuido por todos los rumbos de la rosa de los vientos tiene un grupo, un hermano menor de nahuatlismos: aquellos que no se universalizaron en el español o que se generalizaron pero poco a poco se fueron perdiendo y olvidando. Y eso no es un fenómeno homogéneo, sino variable, como quien pasa la vista por una franja de tonos que van del negro intenso pasando por una variedad muy amplia de grises hasta llegar al blanco.

Pienso en palabras como petate o malacate. Ambas, no lo sé de cierto pero a través del tiempo lo adivino, se usaron profusamente en España y América en siglos pasados, pero en nuestros tiempos se han perdido del todo o casi del todo fuera de nuestro país. Incluso, dría que también al interior de México ¿Cuántos mexicanos conocerán y usarán malacate? De seguro, muy pocos, pero fue un recurso tecnológico para la construcción de edificios que usaban los antiguos mexicanos y a los españoles les gustó mucho por su sencillez y versatilidad; lo adoptaron, y no solo la máquina, sino el término mismo así, en náhuatl, cuando bien pudieron usar una palabra castellana como torno o cabrestante.

Petate no se ha perdido en nuestro país, goza de cabal salud, pero de seguro se ha olvidado por completo allende nuestras fronteras. Aunque recuerdo, con asombro, que una vez en Barcelona, allá por los años ochenta del pasado siglo XX, se la escuché a una persona.

Pues en esta ocasión quiero reflexionar sobre este léxico que en flujo y reflujo está presente y ausente entre los usuarios de la lengua. Más concretamente, de las palabras chancaca, panela y panocha; la primera procede del náhuatl, las otras dos, no. En algún momento las tres aludían a una misma cosa pero con el paso del tiempo o se perdieron o se multiplicaron en su significado. Veamos el nahuatlismo.

El primer gran vocabulario de la lengua mexicana y la española lo escribió fray Alonso de Molina. Éste llegó a la Nueva España un año después de la toma de la ciudad de México. Era un niño de acaso ocho o diez años. Sus padres se establecieron en la ciudad de México y ahí, acompañado de un hermano mayor que él, aprendió en compañía de los niños indígenas, la lengua de los recién conquistados. Cuando los primeros evangelizadores llegaron poco después, en 1524, necesitados de conocer la nueva lengua, comprendieron que sería de gran ayuda para su labor el apoyo de los niños bilingües. Esa era el caso de Alonso que en ese breve lapso de cuatro o cinco años ya dominaba a la perfección el náhuatl. Fray Martín de Valencia, líder de los Doce Apóstoles de México lo pidió a sus padres y estos aceptaron regalárselo. A partir de ese año de 1525, vestido con su hábito de frailecito franciscano, Alonso caminó por toda la zona centro del país, acompañando a los evangelizadores y traduciendo para éstos los negocios que los caciques les tenían que enterar y traducía al náhuatl para el pueblo, los sermones de los religiosos.

Este hecho fortuito, el que los evangelizadores lo vieran jugar y charlar con niños indígenas y que pasara rápidamente de una lengua a la otra, determinó su vida. Sin decidirlo él, se fue a vivir al convento con los frailes; nunca más se alejó de aquellas comunidades monacales. Con los años tomó las órdenes, se ordenó de sacerdote y escribió. Escribió mucho en español y en náhuatl. Entre otros libros está su ingente diccionario bilingüe. Cuando me lo imagino en las penumbras de su celda iluminado por la frágil luz de una bujía­ repasa en su mente los significados de las palabras que está definiendo, llega a la palabra chiancaca, despega la vista del papel, piensa un poco y escribe: mazapán de la tierra. Incontinente, agrega una segunda línea: azúcar negro de esta tierra, mazapán. Se detiene, despega la pluma de la hoja. Piensa. Humedece un poco la péndola en el tintero y agrega una tercera definición: azúcar de Castilla.

Muchas cosas podemos inferir de esta escena. Por ejemplo, que las antiguas culturas de México conocían y usaban los endulzantes, no sólo los naturales (la miel de abeja) sino también los artificiales. Quizá vieron a los españoles producir azúcar en sus trapiches y fabricaron a su manera su propia azúcar. De seguro no la producían granulada, sino en pastillas. En España, en el siglo XVI, la azúcar no estaba generalizada, era un producto escaso y propio de ricos; el pueblo conocía y usaba (muy poco) la miel y el hidromiel. Quizá por eso fray Alonso privilegió lo que le pareció un sinónimo más común: mazapán y dejó en segundo lugar azúcar.

También hay otra razón poderosa para llamar a la chancaca mazapán y no azúcar, y es que desde su origen esta segunda palabra alude a su condición de gránulo; es decir, en el remoto sánscrito se le llamaba zarkara (polvillo), a los gránulos que se forman en la superficie de las cañas dulces cuando éstas resuman sus gotas y que posteriormente se cristalizan.

Pero también había otra dificultad. En sentido estricto la chiancaca no era azúcar, pero tampoco era mazapán. En el siglo XVII Covarrubias así define este segundo producto: Una pasta dulce de azúcar, almendras y otras cosas de las que hacen unas torticas redondas y las cuecen en el horno. Es regalo de gusto y pectoral. En síntesis, el mazapán era (y sigue siendo) una golosina, una pasta, un bocadillo que se consume por gusto y no para alimentarse; en fin, también podía usarse como base o excipiente para un medicamento. Es evidente que la chiancaca, en principio, no se la fabricaba para estos usos. Por ello le pasó lo mismo que a malacate. Era una realidad nueva y diferente a las habidas en España y por ello se la incorporó como una cosa nueva. Como a los mismos malacates, se le pudo haber impuesto un nombre hispánico y quitar el, para los peninsulares, término indígena por lo difícil de pronunciar, pero no fue así. Por los diccionarios sabemos que la palabra (y de seguro el producto, o mejor aún, el producto primero) se universalizó en el español de nuestro país y de acá pasó a otras colonias y a la misma España. El DRAE sostiene que se usa en Argentina, Bolivia, Ecuador, El Salvador, México y Perú. María Moliner no se anda con chiquitas y sostiene en su lexicón que es uso en toda Hispanoamérica. Tengo mis dudas.

Pido a los amables lectores que me escriban y me digan si conocían esta palabra y si es así, si el significado es este que explicamos. Me sospecho que en México –en donde se originó– no se le conoce o se le conoce muy poco. Yo no lo conocía.

Pero ya hemos alargado demasiado estos párrafos. En la siguiente entrega pasaportaremos el asunto todo, pues todavía no llegamos a los otros dos términos que nos propusimos. Hasta entonces.

 

 

 


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